miércoles, 22 de abril de 2009

FESTIVIDAD DEL SEÑOR DE CAYAC (Cristo de piedra)

Los primeros días de mayo (03 de Mayo Día Central), el distrito de Aquia, provincia de Bolognesi (Ancash), le rinde culto al milagroso Señor de Cáyac, imagen de Cristo en una misteriosa piedra hallada por un regador del río Pativilca, quien quiso destruirla para acabar con una filtración de agua..., pero no lo hizo, porque una voz –tal vez divina– se lo ordenó en sueños.
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Nubes de incienso se disipan en la oscuridad, apenas rasguñada por el frágil titilar de una multitud de estrellas que añoran a la Luna. Es una noche de pasos de barro y esperanzas humedecidas en las que sombras de fe –de andar dubitativo, pausado, acrobático– avanzan por una senda fangosa.

Noche de peregrinos que escuchan los cuchicheos del río, mientras soportan los rigores de una lluvia indecisa. Aguacero que viene y se va, como si quisiera ahogar su fe o ponerle obstáculos a su devoción por el Señor de Cáyac, ese Cristo de piedra –indulgente, benévolo, milagroso– hallado en un camino de herradura del pueblo de Aquia, provincia de Bolognesi (Ancash).

Nada detiene a las sombras de fe. Ni el barro que se traga los zapatos ni el aire congelado que cala los huesos..., de pronto, tras el resplandor de las fogatas en las que se hierven litros de “chinguirito” –un trago capaz de embriagar hasta a los cerros–, se aprecia la única torre del santuario del Señor de Cáyac.

En el templo, la oscuridad es salpicada por el bailoteo luminoso de las velas y cirios que rodean al Señor de piedra, como si fueran incansables plañideras que derraman en silencio sus lágrimas de cera.

Historia de piedra. “El Señor es muy bueno y ayuda a todos sus creyentes; sólo hay que hablarle bonito, con confianza y sinceridad”, solloza un hombre envuelto en un poncho marrón y luego se pierde en el laberinto de rostros contritos que musitan oraciones y plegarias.

La gente de Aquia confía en su Cristo petrificado. A él le cuentan sus pesares, confiesan pecados y piden miles de favores, porque puede solucionarlo todo, desde las penas del alma que entristecen la vida, hasta la avaricia del suelo que no quiere regalar sus frutos...

“¿Qué dice...?, ¡quiere que le cuente la historia del Señor...! ¡bueno, pues!”, accede, con una insólita mezcla de resignación y entusiasmo, Sergio Rodríguez, un viejo aquino que atesora entre sus recuerdos la fascinante historia de Cáyac.

Su relato, de frases y palabras alargadas, aguijonea al tiempo; entonces, pasan varias décadas: ya no hay templo, fieles ni velas lloronas.
Cáyac es un recodo del camino, un solitario pedacito de verdor, donde el agricultor Lorenzo Barnechea quiere tapar con una champa de tierra la molestosa filtración del río Pativilca. Y empezó a lampear, hasta que golpeó una piedra y se detuvo.

“En la noche, mientras dormía, soñó que la piedra le decía: ‘¡qué hombre tan bruto eres, me has malogrado la cara!’. Al despertar, Lorenzo fue con mi papá, Sócrates Rodríguez, y le contó lo sucedido”.

Al llegar al lugar, los dos hombres se quedaron absortos, perplejos, atónitos al darse cuenta de que la piedra tenía la forma del Señor Jesucristo. Luego de admirarla, le hicieron una chocita para protegerla.
“Eso fue cuando yo tenía 8 años, ahora he cumplido 83. Usted sólo debe restar para saber el año en que sucedió”, concluye don Sergio, como si fuera un maestro de matemáticas que dicta la tarea para la siguiente clase.

De chocita improvisada a templo con puerta en forma de ojal, torre solitaria y paredes grises. El santuario fue construido por entusiastas devotos que pintaron, también, la piedra para resaltar las facciones de ese Cristo yacente cubierto por un manto, de ese Cristo con gotitas de sangre que manchan su rostro y continúa en el mismo lugar.

“El santuario fue construido por entusiastas devotos que pintaron, también, la
piedra para resaltar las
facciones de ese Cristo.”

Imagen
del Señor
de Cáyac sobre la piedra con la
forma del
Cristo
yacente
.

“Queríamos llevarlo a la iglesia del pueblo, pero nadie lo pudo sacar porque la piedra es inmensa. Creo que se extiende hasta la otra orilla del río”, asegura el poblador envuelto en el poncho.
Noche de ronda. El silencio respetuoso que acongoja y abruma dentro del santuario de Cáyac contrasta con la algarabía que se vive en las afueras, porque se han formado cadenas de huayno en las que los cuerpos de los danzantes se bambolean como espigas azotadas por el viento.

La peregrinación se vuelve fiesta. El “chinguirito” calienta las horas, achispa el espíritu... y dan ganas de unirse a la cadena de espigas, a pesar de que el “padrecito”, llegado desde un pueblo vecino, haya dicho en su sermón que los fieles no deben emborracharse porque irritan al Señor.
En la madrugada, las sombras de fe retornan a Aquia, una comunidad de altura, acogedora y orgullosa de su iglesia colonial, los añejos cipreses de su plaza de Armas, los cerros cubiertos de verdor y de los nevados que se perfilan en el horizonte.
En el pueblo –luego de una caminata de 20 o 30 minutos– algunos buscan descanso, otros siguen los festejos en patios sombríos; pero, al mediodía, todos estarán en Cáyac una vez más para participar en la procesión que recorre las inmediaciones del santuario.


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